martes, 24 de octubre de 2017


APOCALIPSIS EN BOGOTÁ

“La perdurabilidad ha sido vencida por la velocidad de las imágenes vacías. El panteón de los hombres ilustres, lo descubrimos con estupor, es la perrera del manicomio que se quema.”
ROBERTO BOLAÑO


          Una gélida y aciaga mañana de octubre caminaba por los pasillos del pabellón en honor al Perú, país invitado a la Feria Internacional del Libro de Bogotá del 2014, cuando vi al poeta peruano César Vallejo. Revisaba unas fotografías de Machu Picchu y de los Andes con sus lagos y riscos nevados. Me acerqué. Con grande admiración le di mis saludos. Esperaba que fuese algo amargo; pero no, todo lo contrario. Vallejo fue amable y me invitó a una conferencia que estaba a punto de dar su compatriota el escritor Mario Vargas Llosa. Acepté de muy buena gana. Fuimos por los corredores de ese laberinto y salimos por fin. El aire estaba frío y el cielo encapotado. Iba a llover. César Vallejo llevaba un paraguas negro.
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 Y en una abrir y cerrar de ojos, vimos al escritor de ese mismo país andino, Julio Ramón Ribeyro, peleando con el viento, tratando de encender  un pitillo entre sus dedos. Me preguntó de súbito que si tenía fuego, pues su encendedor no funcionaba. Claro maestro, le respondí y él dio una calada que consumió medio cigarrillo. Así es que rompimos el hielo. Y en un acuerdo sin palabras, pero tal vez por eso mismo, por estar hermanados en las letras, asumimos tácitamente que los tres íbamos a ir a la charla del premio Nobel peruano.
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Entonces caminamos en silencio y entramos al salón: allá estaban sentados Vargas Llosa y Juan Gabriel Vásquez, el famoso escritor colombiano. Habló con éste de política, de su fama, se reían ante las cámaras. Habló de su obra. Habló de macroeconomía y neoliberalismo. Habló y habló hasta que vimos a un tipo calvo que irrumpió en su charla y gritó desde el público cosas que al principio no se entendieron muy bien. Pero le criticó a Vargas Llosa su ideología conservadora de ultraderecha,  sus ideas sobre economía política y tal vez arrojó blasfemias e injurias entre dientes de la rabia como un perro del infierno. Además sacó un libro de Vargas Llosa, que parecía ser de los últimos que ha escrito, pues era una edición de lujo de Alfaguara y comenzó a romper sus hojas delante de todos. Mario se reía y casi aplaudía al simio descabellado que rompía su libro y tal vez lo encomiaba con aplausos de sus ojos. Luego dijo algo así como que si no hubiese sido por aquel loco todo le hubiera parecido terriblemente aburrido o insípido o desabrido y que habría perdido su tiempo viniendo a este país del Tercer Mundo, él, todo un premio Nobel de literatura con una agenda tan apretada. Agregó que esos lunáticos empezaban rompiendo o quemando libros y terminaban asesinando, como Hitler, por ejemplo… Yo recordé al Quijote, a quien le quemaron las novelas de caballería y en vez de imaginar a Hitler con su ridículo bigotito, se me vino a la mente el rostro gordo, fofo y colmilludo del Procurador General de la Nación Monseñor Alejandro Ordoñez, quien deseaba haber sido Papa y quemar todos los libros del mundo menos la Biblia. En fin. Miré a Julio Ramón y éste seguía fumando un cigarrillo infinito, imperturbable, desencantado. César Vallejo al parecer por sus muecas y gestos se sentía ridículo ahí, en ese circo lleno de cámaras de televisión y fotógrafos y lectores enfermos de esos que cazan autógrafos y dedicatorias en sus libracos de pasta dura. Así es que les invité a salir de allí y a tomar una copa de pisco. Fuimos al bar. Dejamos el pabellón entre un estrepito por acallar al loco y dejar seguir la entrevista que le hacía el escritor colombiano al peruano gracias a que ambos trabajaban para la misma editorial. Nos largamos cuando estaban en eso. El loco iba a ser golpeado en algún lugar de Corferias, le dije a César Vallejo. Ribeyro se reía y fumaba. En fin.
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Salimos. Aún persistía la lluvia. Ribeyro se resguardó bajo el paraguas negro. Yo me acomodé el cuello de la chaqueta de cuero y entramos al bar. Nos sentamos en la barra y pedimos una botella de pisco. Había botellas de todos los colores en los mostradores. Elegimos una roja. Entonces Vallejo rompió su mutismo y sugirió que la literatura se había convertido en un fenómeno editorial, en mercantilismo. En un exhibicionismo mediático donde las industrias editoriales se lucraban con la cultura de la lectura. Se preguntaba por qué eran tan costosos los libros. Así pocos podrían tener sus bibliotecas personales. Julio Ramón Ribeyro recordó cuando vivía en París y sus vagabundeos por Europa. Nos contó que vendía sus más preciados volúmenes para comprar cajetillas y cajetillas de cigarrillos. Se preguntaba por qué eran tan costosos los cigarrillos. Así no podía casi nadie fumar todo el día. En fin. Le regalé un Piel Roja pues tenía un paquete y él ya no. Lo probó y dijo que prefería el tabaco negro; no el rubio. Yo me pregunté si existía el tabaco negro o era pura literatura del viejo Julio Ramón... Salud camaradas. Les dije que estaba de acuerdo; pero que la internet, la cultura digital… o el robo de éstos textos en Panamericana o en la misma Feria de Libro eran opciones ante los altos precios de los ejemplares. Les mostré unos que precisamente había hurtado en la editorial Anagrama. Eran 2666 y Detectives Salvajes del escritor chileno Roberto Bolaño. Venían en un sólo paquete. No sé cómo pude hacerlo sin que me vieran con tanta cámara de vigilancia; pero ahí los tenía. Les conté que el mismo Bolaño había robado libros en la ciudad de México DF. César Vallejo se alegraba con la idea de las bibliotecas públicas y en los colegios y los Café o bares donde aún había tertulias literarias… Y Julio Ramón Ribeyro no podía olvidar un libro de Balzac que cambió una vez por un sólo, un sólo y miserable cigarrillo de tabaco rubio, una noche de invierno, en las calles de París. Así no se puede viejo Julio Ramón. Le regalé toda la cajetilla de Piel Roja que llevaba en el bolsillo de la chaqueta.
Pedimos otra botella de pisco rojo. César Vallejo iba taciturno, con su bastón y un sombrero y un paraguas. Tal vez pensaba que había muerto en París, un jueves de otoño. Tenía el ceño fruncido. Tal vez pensaba en que César Vallejo ha muerto. Y que los días jueves eran testigo de ello. Les había propuesto que saliéramos de Corferias y camináramos hasta La Candelaria. Que anduviéramos bajo la levedad de la lluvia. Julio Ramón me miró aprobando aunque no sé cómo hacía para mantener encendidos sus pitillos. Caminamos hasta que llegamos a un viejo cementerio. No quisimos entrar. Pero sí miramos la escultura en el pórtico. Era un hombre viejo, barbudo, calvo, con alas y una hoz. Vallejo dijo que era uno de los Heraldos Negros que nos manda la muerte. Julio Ramón Ribeyro recordó que en Alemania o tal vez Bélgica, en 1957, había visto un hombre idéntico al del mármol. Con esas ojeras. Con esa aura marmórea. Petrificado. Era un ser fracasado a todas luces. Y le recordaba que la frustración y el fatalismo de la realidad acechan al hombre. Puros gallinazos sin plumas, somos, decía. Nos habló de su admiración por el escritor francés Guy de Maupassant el resto del camino hasta que llegamos a La Candelaria. El ambiente estaba enrarecido. Había una especie de desazón suprema en el fétido y frío aire de Bogotá. Llovía un agua triste y salada. César Vallejo miraba al cielo como si hubiese golpes tan fuertes en la vida como el golpe del odio de Dios. Como si el mundo fuese un dado redondo que rodara hacia el abismo. Julio Ramón Ribeyro tal vez dejaba escapar el humo azul pensando en la tentación del fracaso. Tranquilos hombres. Nada de qué preocuparse. Les dije que nos sentáramos en el Chorro de Quevedo, un parquecito con aires coloniales donde alrededor de una fuente se reúnen los jóvenes universitarios a entregarse al desenfreno, a la candela de la vida nocturna y bohemia en La Candelaria, en el centro histórico de la ciudad capital. Fuimos. Tomamos pisco, fumamos Piel Roja y de repente el cielo empezó a ponerse rojo y un sonido de campanas y cornetas inundó la tarde con su eco. Parecía que ahora sí llegaba el fin del mundo…
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En efecto, la gente empezó a correr despavorida como moscas en celo. Parecía un avispero del infierno al que le arrojaran una roca. El terror se apoderó del ambiente grisáceo y rojizo. Las personas gritaban que de veras era el Apocalipsis, que Dios se había re-mamado y que ahora arrojaba su Total Ira sobre la humanidad. Y todos corrían a la Catedral a refugiarse bajo la sotana del Obispo. A comprar camándulas y estampitas del Sagrado Corazón de Jesús y de Juan Pablo II y del Papa Francisco (las de Benedicto XVI no se venden mucho) y de El Divino Niño y a llorar y rezar y jugarse los mocos y arrepentirse de sus pecados, a ver si se salvan. Y cuando se llenaron todas las iglesias de la ciudad, las personas miraron hacia el cerro de Monserrate y recordaron que allá arriba había otra, aún más cerca de Dios. Entonces por curiosidad, y viendo el desorden y el horror aquí abajo en la capital, que retumbaba y se sacudía de vez en vez, entre estallidos y sonidos de sirenas como perras malheridas, explosiones, gritos, llantos, risas demenciales, les propuse a César y a Julio Ramón que subiéramos al cerro tutelar para ver mejor la destrucción del mundo. Sí, cómo no, vamos. Ha de ser una bella vista, dijo Julio Ramón. Vamos a ver el Apocalipsis en Bogotá, desde ese cerro, dijo César Vallejo señalando con el paraguas cerrado. Caminamos por la Avenida Circunvalar. Había una pareja de indigentes amándose sobre un costal sucio como bestias en celo. Pero llegó una camioneta negra y se bajó el Procurador Monseñor Ordoñez con sus colmillos de Drácula y con su lanza llamas que parecía el mismísimo dragón Smaug en el libro de Tolkien, los chamuscó en el acto. Luego se carcajeó y subió a la camioneta y siguieron ayudando al Señor Lucifer y al Señor Todopoderoso  a exterminar la plaga humana. Unos arcángeles los seguían con espadas de fuego. Pasaron sobre nuestras cabezas y le volaron el sombrero a Vallejo. Parecían un par de F-16 de la United States Air Force. Gritaron algo que no entendí pues al parecer hablaban en inglés americano, como una ametralladora calibre punto 50. Quizá me advertían que Hitler venía en un Panzer por la carrera séptima, dando una balacera a diestra y siniestra. Con su ridículo bigotito y su quepis negro con una calavera de las Ese Ese.  Sin embargo sólo oíamos las detonaciones del cañón a lo lejos pues se había ensañado con la torre Colpatria y le disparaba y disparaba sólo a ese rascacielos. Los perros callejeros ladraban a los demonios que volaban entre carcajadas horrísonas y les lanzaban algo así como rayos equis verdes con los ojos que los carbonizaban ipso facto. Hasta el cielo estaba ensangrentado y sonaba una larga corneta y campanazos y como una canción de Bach o algo semejante. Pasamos por la quinta de donde huyó de la muerte como un cobarde caraqueño El Libertador y Padre de la Patria Simón Bolívar aquella vez que intentaron asesinarlo. Estaba ardiendo, echando humo como los cigarrillos del viejo Julio Ramón. Y por fin llegamos al pie de Monserrate. Había un funicular; pero la gente estaba desesperada y lo habían dañado ya. Pero también contábamos con un teleférico. Todo era horrible allí. El cielo rugía, caían rayos y centellas y los jinetes del Día del Juicio Final galopaban por los cielos arrojando peste, desolación, muerte, destrucción y oscuridad. También llevaban fusiles AK -47. Unos dragones estaban raptando gente con sus garras... Todo era maravilloso y fantástico. Empezó a llover un fino fuego. Pequeñas flamas negras y frías. Como ceniza gélida en realidad. De repente, llegó una camioneta con los vidrios polarizados. Y de allí bajaron Mario Vargas Llosa con Juan Gabriel Vásquez. Iban con sus escoltas, unos gorilas blancos armados con mini-uzis  que les abrieron paso a patadas, un puñetazo a una anciana decrépita que perdió la caja dental, un gordo que chillaba como niñita anoréxica recibió una patada en el culo, así, a los puntapiés, quitando a las personas que intentaban subir o machucando los dedos de un sucio niño de la calle que intentó colgarse del teleférico, entraron al aparato, tratando de salvar sus pellejos. 
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Tranquilos colegas, nosotros subiremos caminando, a pie, paso a paso, como Dante y Virgilio a través del Infierno y del Purgatorio; pero no hay más allá, sólo hasta ahí… Beatriz no existe…. Tranquilos… Ustedes saben… Y lo hicimos. Aunque tardamos un poco más que ellos, que en realidad no llegaron sino al fondo del abismo porque cuando iban por la mitad del trayecto, el teleférico se agitó tanto y debido al sobrepeso reventó los cables y cayó y cayó y cayó.... Necios, dijo Vallejo. El viejo Julio Ramón se reía mostrando sus dientes amarillos mientras dejaba escapar el humo azul. Por nuestra parte no había afán y aún quedaba pisco rojo en la botella, quieren señores, les pregunté de forma capciosa, y les dije que además había otra botella de Tapa Roja para que probaran un aguardiente de caña, de las cañas de mis valles y el anís de mis montañas, carajo, que estamos en el mismísimo Infierno de Colombia… Salud compañeros…Y así, algo ebrios ya, subimos lentamente hasta la cumbre del cerro. Tardamos dos horas y media y treinta y cinco segundo más o menos. No sé. Pero para ese entonces, el Apocalipsis ya había empezado de pleno y llegamos justo a tiempo para ver cómo Dios mismo, en persona, en vivo y en directo, destruía Santa Fe de Bogotá y el mundo entero. Entonces observamos por los binoculares un rato y después nos sentamos a beber aguardiente y a fumar Piel Roja y a reírnos al ver el espectáculo de cómo por fin terminaba toda esta comedia.

POR:
VÍCTOR HUGO OSORIO CÉSPEDES
DOCENTE DE LENGUAJE I.E.T. LEPANTO
MURILLO- TOLIMA



   

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