miércoles, 26 de marzo de 2025

LA CARNE LUCTUOSA

 

LA CARNE LUCTUOSA

 




   Fue en los tiempos de Semana Santa. Los niños jugaban en la calle de polvo con el perro. A veces con la vecinita. Esa fea y desdentada hija de la prostituta.

-Hijos, saben que no se debe jugar, bañar en la laguna ni tocarse las partes en estos días, ni decir palabrotas, no sea y Dios los castigue -dijo la mamá con el ceño fruncido-. Iré a trabajar al río. Ustedes juiciosos. Papá estará en Caño Limón. Regresa el domingo.

-Sí mamita, nosotros sabemos, pero jugaremos con Toby en la laguna -dijeron los niños con cara de angelitos que aún no saben volar.

-No señores, saben que hay babillas, culebras y cualquier cantidad de basura con vidrios rotos. Por allá no -dijo la mamá, al advertir de los peligros del mundo a sus pichones.

-Sí mamita. Un besito -dijeron los niños y mamá sembró tres besos en sus frentes.

-Papá regresará el domingo, juiciosos pues mis corazones.

Bajo el sopor del verano, en los llanos el sol mismo usaba lentes oscuros. Pero eso no era lío. Afuera de la casa, sobre la polvareda rojiza jugaban con su amigo peludo. Cuando estaban solos, lo hacían con la niña sin dientes en los resquicios del inquilinato También destripaban las enormes cucarachas que salían de las acequias de aguas negras. Las hacían puré mientras gritaban palabras de grueso calibre. Les gustaba verlas agonizar por horas. Luego las pateaban por las alcantarillas, directo al Infierno. No les importaba haber hecho la Primera Comunión. Ni haber recibido el cuerpo del Señor en las lenguas. Pensaban en el olor a pescado de su vecinita. La niña que siempre mantenía sola en la pieza del fondo del inquilinato. La que allí, bajo el altar que tenía a las Benditas Ánimas del Purgatorio les mostraba el interior de su ser más íntimo.

Mamá siempre estaba atenta, pues sabía que los indios guahibos serían capaces de devorarlos al menor descuido. Era conocido por todos en el pueblo, que de las cantinas salían achispados. Claro está, de aguardiente llanero y cunchos de cerveza que mendigaban. Papá siempre estaba como un camello en la petrolera. Entonces los pequeños jugaban en la calle a los vaqueros. Disparaban con los dedos a las cucarachas gigantes. Y vieron la caravana de todas las tardes. Las mujeres indias despanzurradas, habían acabado la carne de mono y perro en los bohíos. Allá, al otro lado del río.

Así es que mendigaban cabezas de ganado y huesos de res, que por lástima, les regalaban en la carnicería. Y claro, las llevaban sobre sus propias cocoteras. Iban impávidas, mientras arrancaban jirones de carne y ñervos a la res muerta. Con muecas de satisfacción devoraban como pirañas los ojos de las vacas. Atrás, una fila india de esqueletos forrados de piel terrosa las seguían ansiosos. Esperaban un poco de esa carne roja cruda. Olían a espíritus descompuestos, con los dientes de pez carnívoro al acecho. Los niños guahibos eran ventripotentes, macilentos, flácidos. Tal como los espaguetis con pollo que hacía mamá los domingos. Los padres de estos iban sin camisa, descalzos, con el cabello largo. Lo cual daba a sus rostros aspectos de caníbales. Casi siempre ebrios de cualquier cosa. De cólera. De desden. De odio. De aguardiente.

Los otros niños, corrían excitados al interior del inquilinato. Allí jugaban con la vecinita al papá y la mamá. Se miraban los sexos duros bajo las escaleras. Los medían con las reglas de los útiles escolares. Y la niñita, se bañaba con esos calzones rosados rotos en la laguna. Canturreaba que era una sirenita tra la la la… Ellos en realidad odiaban la carne amarillenta y salada. Con olor a enaguas de señora cetrina ya sin vida. Mas les gustaba dar besitos en la flor de carne de la niña. Y le olían el culito negro que parecía un ojo de ciego. Ella sonreía mientras seguía con una cantinela que había aprendido de su mamá. Decía que esta era una puta y mostraba los dientes podridos por no lavarlos nunca. Cuando habían saciado su curiosidad por los placeres de la piel, se encerraban en silencio a esperar. Allí miraban desde las ventanas la procesión de impíos guahibos casi desnudos. Con los pantalones raídos que cambiaron sus taparrabos.

La semana pasada, habían vendido por un peso un enorme bagre seco a la mamá. Entonces los olieron, por primera vez de frente. Olían a desesperanza, miedo y tristeza. “Quizá los pescan con sus garras”, pensaron. “O con lanzas y flechas desde las chalupas, son unos salvajes”,elucubraron... Era conocido por la gente del inquilinato que, el sábado anterior, las autoridades habían quitado un bebé a una de las indias. Estaba poseída por aguardiente llanero barato. Tenía el bebé guahibo la encía en carne viva. Pues a estos infantes, los amamantaban con cunchos de cerveza o licores de fuego de cuando en cuando. “Pobres… Mas son cosas de indios”, decía papá mientras veía las noticias violentas en el televisor. Los niños y el perro estaban aterrados. Tras el paso de la muchedumbre de escuálidos y fantasmales infantes, detuvieron el juego bajo la bola roja del llano en llamaradas. Sin embargo, al día siguiente, Toby no apareció. Ni al otro. Ni nunca más…

-Mamá y ¿dónde está el perrito? -preguntaban perplejos, los niños.

-No sé mis amores. Ustedes no habrán estado jugando en la calle mientras yo trabajaba en el río, ¿verdad?

-No, no señora, aquí estuvimos ocupados en las tareas de la escuela.

-Pues quizá se perdió en la laguna, ya vendrá. Vayan a dormir ya. Mañana aparece seguro.

-Sí mamita: la bendición -dijeron, tras lo cual, juntaron las manos como si fuesen un cirio.

-En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo -dijo la mamá e hizo un gesto enrevesado en el aire.

-Amén… -dijeron en coro como querubines.

Mas no fue así. Ellos olisqueaban en el aire que, quizás, habían sido los indios borrachines. Aficionados a comerse hasta a los propios niños en festines de aguardiente y carne roja cruda. Toby había sido devorado sin remedio. Quizá lo habían sacrificado a sus dioses salvajes. O tal vez lo habían merendado para palear el apetito de siempre. Lo comprobaron al otro día cuando, al pasar la caravana de guahibos, estos los miraron. Pelaron las encías negras tras los colmillos amarillos. Con una carcajada de desden en los ojos. Y con un apetito voraz de carne humana, de vaca, de niño o de perro. Se relamieron mientras ladraban y ladraban y ladraban. O quizá era su forma de reír y reír y reír de las desgracias de la vida.

Lo cierto es que algunos tenían hocico de caniche. Otros colas y orejas de perro. Además los niños vieron cómo empezaban a crecerles pelos en las manos. La vecinita lloraba entre gimoteos y mocos porque le habían crecido alas, bigotes y cabeza de bagre tigre. Su piel se había puesto escamosa. Aunque conservaba las piernas de niña. La mamá prendió tres cirios a la virgen. Pedía perdón al cielo, que lucía grisáceo y silente. Quizá era la ira divina por haberse acostado con el ingeniero de la petrolera. Allá donde trabajaba su marido. Sólo esperaba que este no la castigara con el machete por ello. Ni que Dios le hiciera crecer una flor de carne luctuosa en medio de las piernas. Mas era demasiado tarde…

Así es que, de forma inexorable, la mamá sintió crecer pétalos de sangre y dolorosas espinas de rosas entre los muslos. Prendió entre ayes tres veladoras más a la Virgen, arrepentida. Mas todo fue en vano… Ya los niños tenían las manos peludas y cara de lobeznos. Con garras retorcidas como serpientes y colmillitos de leche. Olían igual que bestias que vomitaran mierda. Por sexo tenían un ojo rojo que parpadeaba intermitente. Sonreían como estúpidos al aullar a la luna de sangre de esa noche atroz. Mientras ella, pálida por el horror, gritaba incoherencias. Al fondo repiqueteaban las campanas de la Iglesia, rabiosas, macabras, aterradoras.

 

 



 Por: 

Víctor Hugo Osorio Céspedes

Santa Isabel, Tolima. 2025

 

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