LA CARNE LUCTUOSA
Fue en los tiempos
de Semana Santa. Los niños jugaban en la calle de polvo con el perro. A veces
con la vecinita. Esa fea y desdentada hija de la prostituta.
-Hijos, saben que no se debe jugar, bañar en la laguna ni
tocarse las partes en estos días, ni decir palabrotas, no sea y Dios los
castigue -dijo la mamá con el ceño fruncido-. Iré a trabajar al río. Ustedes
juiciosos. Papá estará en Caño Limón. Regresa el domingo.
-Sí mamita, nosotros sabemos, pero jugaremos con Toby en la
laguna -dijeron los niños con cara de angelitos que aún no saben volar.
-No señores, saben que hay babillas, culebras y cualquier
cantidad de basura con vidrios rotos. Por allá no -dijo la mamá, al advertir de
los peligros del mundo a sus pichones.
-Sí mamita. Un besito -dijeron los niños y mamá sembró tres
besos en sus frentes.
-Papá regresará el domingo, juiciosos pues mis corazones.
Bajo el sopor del verano, en los llanos el sol mismo usaba
lentes oscuros. Pero eso no era lío. Afuera de la casa, sobre la polvareda
rojiza jugaban con su amigo peludo. Cuando estaban solos, lo hacían con la niña
sin dientes en los resquicios del inquilinato También destripaban las enormes
cucarachas que salían de las acequias de aguas negras. Las hacían puré mientras
gritaban palabras de grueso calibre. Les gustaba verlas agonizar por horas.
Luego las pateaban por las alcantarillas, directo al Infierno. No les importaba
haber hecho la Primera Comunión. Ni haber recibido el cuerpo del Señor en las
lenguas. Pensaban en el olor a pescado de su vecinita. La niña que siempre
mantenía sola en la pieza del fondo del inquilinato. La que allí, bajo el altar
que tenía a las Benditas Ánimas del Purgatorio les mostraba el interior de su
ser más íntimo.
Mamá siempre estaba atenta, pues sabía que los indios
guahibos serían capaces de devorarlos al menor descuido. Era conocido por todos
en el pueblo, que de las cantinas salían achispados. Claro está, de aguardiente
llanero y cunchos de cerveza que mendigaban. Papá siempre estaba como un
camello en la petrolera. Entonces los pequeños jugaban en la calle a los
vaqueros. Disparaban con los dedos a las cucarachas gigantes. Y vieron la
caravana de todas las tardes. Las mujeres indias despanzurradas, habían acabado
la carne de mono y perro en los bohíos. Allá, al otro lado del río.
Así es que mendigaban cabezas de ganado y huesos de res, que
por lástima, les regalaban en la carnicería. Y claro, las llevaban sobre sus
propias cocoteras. Iban impávidas, mientras arrancaban jirones de carne y
ñervos a la res muerta. Con muecas de satisfacción devoraban como pirañas los
ojos de las vacas. Atrás, una fila india de esqueletos forrados de piel terrosa
las seguían ansiosos. Esperaban un poco de esa carne roja cruda. Olían a
espíritus descompuestos, con los dientes de pez carnívoro al acecho. Los niños
guahibos eran ventripotentes, macilentos, flácidos. Tal como los espaguetis con
pollo que hacía mamá los domingos. Los padres de estos iban sin camisa,
descalzos, con el cabello largo. Lo cual daba a sus rostros aspectos de
caníbales. Casi siempre ebrios de cualquier cosa. De cólera. De desden. De
odio. De aguardiente.
Los otros niños, corrían excitados al interior del
inquilinato. Allí jugaban con la vecinita al papá y la mamá. Se miraban los
sexos duros bajo las escaleras. Los medían con las reglas de los útiles
escolares. Y la niñita, se bañaba con esos calzones rosados rotos en la laguna.
Canturreaba que era una sirenita tra la la la… Ellos en realidad odiaban la
carne amarillenta y salada. Con olor a enaguas de señora cetrina ya sin vida.
Mas les gustaba dar besitos en la flor de carne de la niña. Y le olían el culito
negro que parecía un ojo de ciego. Ella sonreía mientras seguía con una
cantinela que había aprendido de su mamá. Decía que esta era una puta y
mostraba los dientes podridos por no lavarlos nunca. Cuando habían saciado su
curiosidad por los placeres de la piel, se encerraban en silencio a esperar.
Allí miraban desde las ventanas la procesión de impíos guahibos casi desnudos.
Con los pantalones raídos que cambiaron sus taparrabos.
La semana pasada, habían vendido por un peso un enorme bagre
seco a la mamá. Entonces los olieron, por primera vez de frente. Olían a
desesperanza, miedo y tristeza. “Quizá los pescan con sus garras”, pensaron. “O
con lanzas y flechas desde las chalupas, son unos salvajes”,elucubraron... Era
conocido por la gente del inquilinato que, el sábado anterior, las autoridades
habían quitado un bebé a una de las indias. Estaba poseída por aguardiente
llanero barato. Tenía el bebé guahibo la encía en carne viva. Pues a estos
infantes, los amamantaban con cunchos de cerveza o licores de fuego de cuando
en cuando. “Pobres… Mas son cosas de indios”, decía papá mientras veía las
noticias violentas en el televisor. Los niños y el perro estaban aterrados.
Tras el paso de la muchedumbre de escuálidos y fantasmales infantes, detuvieron
el juego bajo la bola roja del llano en llamaradas. Sin embargo, al día
siguiente, Toby no apareció. Ni al otro. Ni nunca más…
-Mamá y ¿dónde está el perrito? -preguntaban perplejos, los
niños.
-No sé mis amores. Ustedes no habrán estado jugando en la
calle mientras yo trabajaba en el río, ¿verdad?
-No, no señora, aquí estuvimos ocupados en las tareas de la
escuela.
-Pues quizá se perdió en la laguna, ya vendrá. Vayan a dormir
ya. Mañana aparece seguro.
-Sí mamita: la bendición -dijeron, tras lo cual, juntaron las
manos como si fuesen un cirio.
-En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo -dijo
la mamá e hizo un gesto enrevesado en el aire.
-Amén… -dijeron en coro como querubines.
Mas no fue así. Ellos olisqueaban en el aire que, quizás,
habían sido los indios borrachines. Aficionados a comerse hasta a los propios
niños en festines de aguardiente y carne roja cruda. Toby había sido devorado
sin remedio. Quizá lo habían sacrificado a sus dioses salvajes. O tal vez lo
habían merendado para palear el apetito de siempre. Lo comprobaron al otro día
cuando, al pasar la caravana de guahibos, estos los miraron. Pelaron las encías
negras tras los colmillos amarillos. Con una carcajada de desden en los ojos. Y
con un apetito voraz de carne humana, de vaca, de niño o de perro. Se
relamieron mientras ladraban y ladraban y ladraban. O quizá era su forma de
reír y reír y reír de las desgracias de la vida.
Lo cierto es que algunos tenían hocico de caniche. Otros
colas y orejas de perro. Además los niños vieron cómo empezaban a crecerles
pelos en las manos. La vecinita lloraba entre gimoteos y mocos porque le habían
crecido alas, bigotes y cabeza de bagre tigre. Su piel se había puesto
escamosa. Aunque conservaba las piernas de niña. La mamá prendió tres cirios a
la virgen. Pedía perdón al cielo, que lucía grisáceo y silente. Quizá era la
ira divina por haberse acostado con el ingeniero de la petrolera. Allá donde
trabajaba su marido. Sólo esperaba que este no la castigara con el machete por
ello. Ni que Dios le hiciera crecer una flor de carne luctuosa en medio de las
piernas. Mas era demasiado tarde…
Así es que, de forma inexorable, la mamá sintió crecer
pétalos de sangre y dolorosas espinas de rosas entre los muslos. Prendió entre
ayes tres veladoras más a la Virgen, arrepentida. Mas todo fue en vano… Ya los
niños tenían las manos peludas y cara de lobeznos. Con garras retorcidas como
serpientes y colmillitos de leche. Olían igual que bestias que vomitaran
mierda. Por sexo tenían un ojo rojo que parpadeaba intermitente. Sonreían como
estúpidos al aullar a la luna de sangre de esa noche atroz. Mientras ella,
pálida por el horror, gritaba incoherencias. Al fondo repiqueteaban las
campanas de la Iglesia, rabiosas, macabras, aterradoras.
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