FÉNIX DE HIELO NEGRO
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as cosas que suceden a los mortales son el hazmerreír
de los dioses. O quizá sea al revés. Nunca se sabrá esta delicuescencia del
cerebro humano. Lo cierto es que, aún con más fuerza detentamos el poder de la
jactanciosa ridiculez que nos hace efímeros y volátiles. Flamas al viento. En
Éfeso, hablamos de siglos antes del cristianismo, hubo un tipejo cuyo nombre me
está prohibido mencionar (se llamó Heróstrato), quien por la mierda en su
cerebro de mosquito incendió adrede el templo de Artemisa. Mi amigo Julio Ramón
Ribeyro lo acusa de haber inflamado la Biblioteca de Alejandría… Sólo quería
perpetuar su necio nombre en la Historia. O tal vez odiaba a su madre y a las
mujeres. En fin…
Lo cierto es que aquí y ahora, Joe Bacon, aquel negro
bombero obeso y adicto a la televisión por cable y la comida chatarra, era un
pirómano como aquel de Éfeso. La gente lo miraba y decía mentalmente: “él es un
maldito pirómano”. Caminaba con dificultad, embutido en ese traje amarillo
talla XXXL. Mas Joe no creía en esas mamadas. En cambio, estaba seguro de que
debían esculpir en mármol sobre su tumba un casco de capitán de bomberos de
Chicago... No obstante, él soñaba mucho con la pregunta fatal de cuándo y cómo
moriría… A veces creía cual mitómano,
que era un faraón egipcio, envuelto en los tules purpúreos de Tutankamón.
Algunos oficiales novatos del cuerpo de bomberos le decían que era “Untaljamón”.
Joe Bacon odiaba a sus congéneres. Más que a sí mismo. Soñaba con su epitafio
triunfal en una pirámide, al menos la social, que decía: “Quedará esposado a mi
espectro, que regresará para crear un calabozo en su mente, quien ose tocar mis
osamentas”. “Hacha, escala y pitón”. Ese era el lema de los bomberos de
Chicago. Aunque al oírlo en coro por la tropa, él pensaba en un bidón de
gasolina y una enorme manguera de 69 metros. Era su lema secreto de bombero
maniático. Palabras insulsas que, no obstante, para él significaban lo mismo
que comer mayonesa y jamón en medio de pan francés. Algo así como un perro
caliente que apagaba con los ácidos en su panza de jabalí. Apreciado lector:
cierra los ojos porque lo que viene es pura dinamita y volarán excrecencias hasta
Júpiter y más allá.
2
Aquella mañana de diciembre, bajo una nevada del
abismo, Joe Bacon oía en el camión esa música que todos odiaban. ¡Dios, otra
vez los Back Street Boys? Decían los otros miembros del equipo. Y sí,
aunque suene increíble, el jefe Joe era el capitán de aquella nave roja
que chillaba como una perra malherida por las calles de Chicago. Ciudad de toxicómanos
y rameras alicoradas, era el paraíso de Joe Bacon. Sí, Joe Bacon amaba las
pinturas estúpidamente bizarras de Francis Bacon. Fue a una exposición en el
Instituto de Arte de Chicago. Allí vio varios trípticos donde la carne se
mezclaba con algo así como un cuerpo retorcido sin masa. Imaginaba entonces Joe que su mente ardía en
llamas. Que era recorrida por hormigas de candela. “Quizá no debí dejar mis
pastillas para ver esto”. Y sí: a Joe Bacon su siquiatra le había recomendado
no dejarlas. Pero la gente es la mascota del miedo. Y el miedo es un animal de
flamas que terminaría por devorar a Joe. Y viceversa. No era en verdad un ser
de sensiblerías artísticas. Iba allí porque lograba comer tres hamburguesas en
su viejo FORD, antes de entrar y ahí, en la soledad de los museos, descargaba
el contenido gaseoso de su intestino grueso. En el fondo, no obstante, odiaba
el arte porque decía era cosa de “maricas”, aun cuando él mismo era un amante
de los jovencitos en las revistas que robaba en la barbería de los negros
haitianos. Mas al regresar a casa, Joe Bacon sólo hallaba su vieja TV con los
programas manidos de Netflix, ante todo de capos latinoamericanos y por
supuesto, sexo para adultos como él, aunque no de su talla y menos con su
rostro desajustado como el motor de su viejo FORD del 85.
3
Entonces sucedió que aquella mañana, bajo la ventisca
de hielo más gélida de toda su vida, el gordo de Joe Bacon, no quería ir a la
oficina. Sabía que había dejado cargas explosivas en el edificio donde
trabajaba. Eran las 6 con 45 del viernes 31 de diciembre. Su maldito cumpleaños
decía que había dado 49 veces la vuelta al sol. Y él, tras haber ido al museo y
oído a su equipo compararlo con un jamón maltrecho, deseaba morir. ¿Por qué no
dejar una bomba casera en el retrete de la Estación de matafuegos y reír
cuando, en la TV, dijeran que había ardido la Central de los Bomberos de
Chicago? Haría que todos recordasen su estúpido nombre por la eternidad. Afuera la nieve había cubierto una gran
cantidad de metros. Era su día de descanso y él quería ver la TV todo el día en
su sofá. Quizá una taza de café, pizza de Domino´s y Seven Up. Su
comida favorita. Su madre había fallecido cuando él le dio una letal dosis de
cianuro en su Noodle Soup. Nadie lo sospechó porque era adicta a las
metanfetaminas y creyeron había sido una sobredosis… Mas fue Joe Bacon, con su
cara de jabalí infeliz. Sucedió lo que había previsto. De un momento a otro, en
la TV anunciaron el sensacional EXTRA: la estación de bomberos había estallado
en mil pedazos hacia la mierda. Todos muertos. 13 mortales en total. Ardía como
el Templo de Artemisa, el día que nació Alejandro Magno. Joe Bacon se emocionó.
Corrió como loco. Abrió la puerta trasera del jardín y gritó al cielo en
agradecimiento. Gritaba que él era el Fuego mismo… Y resbaló con tan mala
fortuna que se fracturó el fémur y cayó en la nieve. La nieve caía y caía y
caía sobre Joe Bacon, cada vez más azul en medio de sus gritos que nadie oía,
pues sus vecinos estaban de vacaciones en alguna playa caribeña. A lo lejos se
oía el ladrido de los perros y la carcajada de alguna cacatúa amarilla. Los
dioses ríen por las cosas que suceden a los hombres… O quizá sea al revés.
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