YO, LA OTRA
“Y su singular susurro se volvió el eco mismo del
mío”.
E.A. Poe
William Wilson
I
Diré que me llaman Dasha Krivoshlyapoya.
Mamá Yekaterina dijo mucho después en una pesadilla, que había parido mal a un
monstruo. Ella murió en aquel helado hospital de Moscú. Masha, la otra, mi
amiga, ha estado conmigo en estas peripecias por tantos Institutos y antros. Sin
embargo, todo llegará pronto a su fin… Y esa sonrisa estúpida se desdibujará de
su cara de tarántula. Hoy a la media noche todo el horror terminará.
Mi amor por el cosaco enfermero
Salva fue frustrado. Eso por la otra. Ella nunca lo permitirá. Por eso le
asesinaré con su propia navajita. ¿Cómo olvidar cuando en aquella Institución
Mental, cuando éramos chiquillas, me halaba de los cabellos hasta arrancarlos
de raíz pues era su juego favorito el trineo? ¿Acaso debo olvidar cuando tras las
torturas del Dr. Pyotr Anokhin, me miraba sacando sus mocos, como si extrajera
pensamiento retorcidos que luego comía? ¿Cómo no recordar que, tras las frazadas
de hielos en nuestras piernecitas, y los piquetes de agujas en las cabezas,
brazos, cuellos, ella relamía y por eso nos daban dobles dosis? ¿Y qué decir de
las quemaduras con el soplete, mientras ella, me mirara con sus ojitos rasgados
de almendra? Tras lo cual dijera mascullando:
-
…Ya
verás esta noche, Masha, cómo te roeré las orejas como una ratica… Te lameré
como una babosa en celo esas orejitas… ¿Qué acaso no lo gozaste amiga? -susurraba
como mí mismo eco. Tras lo cual era sometida a los mismos vejámenes que yo… Aunque
ella sonreía del dolor y me guiñaba un ojito con frivolidad.
De allí nuestra ambigua amistad.
Me daba fuerzas en esos experimentos. Y luego me daba cocotazos llenos de
inquina. Una animadversión que bien sabía esconder entre lisonjas y
engatusamientos.
También compartí con Masha
habitación en el Instituto Pediátrico de la Academia de Ciencias Médicas de
Moscú. El discípulo del Dr. Pávlov, el doctor Anokhin, había sido llamado a
otras misiones en el Archipiélago Gulag. Sus experimentaciones militares con
nosotras, en aquellos laboratorios fosforescentes, habían sido dejado a un
lado. El interés científico en los monstruos de circo de la URSS ya no era tan relevante.
Interesaban más las armas nucleares. El espacio exterior. La Guerra de Hielo
con Occidente. Tras 1953, cuando falleció Stalin, todo avizoraba ese descenso. Un
desbarrancadero hacia el abismo destructivo de la guerra. Esa boca voraz e
insaciable. Masha solía decirme en broma:
-
Eh,
vamos camarada, ¿Qué acaso deseas otra inyección de yodo radiactivo amarillo? ¿O
quizá que la vampira de Lucía te chupe la sangre tres veces al día con sus
colmillos hipodérmicos? -decía desternillada de las risotadas. Yo no tomaba el
caramelo que me ofrecían. Entonces la otra, ella, lo arrebataba y lo llevaba a
su boca deformada por un rictus que simulaba ser una sonrisa de cabra.
Con ella vagabundeamos por el
Instituto de Investigación Científica de Moscú. Íbamos a los experimentos
juntas, en una especie de amistad mórbida. También por la Central de Traumatología
y Ortopedia. Siempre enfermas de algo similar. Una deformidad congénita. Una
aberración circense. Nadie en la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas,
además de los médicos, enfermeras y científicos que jugaron con nosotras desde
niñas, nos conocían… Éramos una aberración para experimentar. O jugar a ser
Dios. Uno lleno de odios.
Siendo señoritas, nos
trasladaron al Hogar de Veteranos de Guerra, en San Petersburgo. Allí nos
atendió un enfermero con olor a montaraz. Era un cosaco que se llamaba Slava. A
mí me pareció, por primera vez en mi vida, simpática la sonrisa y aroma de un
hombre desdentado. Ella, que siempre iba a dar a los mismos antros que yo, lo
odió desde un principio. En el corredor, ante la sala 13, que nos correspondía,
soltó la siguiente bomba:
-
Y
Tú, culo sucio de Masha: ¿volverás a las dietas del doctor Anokhin o comerás la
salchicha de aquel cosaco asqueroso, eh, necia? -decía entre carcajadas de
alcantarilla que despertaban a los pacientes de todo el Pabellón.
Mi cara se puso como un tomate
podrido. Quise destriparla con las uñas. Darle patadas en la panza de sapo.
Pero no quise parecer un mandril a los ojos de Slava. Y él supo entender mis
remilgos mientras acariciaba sus barbas. Sentí que se humedeció mi entrepierna.
Así es que me alejé de la escena.
II
…Así transcurrieron veinte
larguísimos años encerradas en el Hogar de Veteranos de Guerra. Poblado por
fantasmas y monstruos e infelices borrachos desahuciados. En la vetusta televisora,
se veía al lampiño de Nikita Khrushchev vomitar algún discurso sobre la Unión Soviética. Sobre
misiles balísticos en una isla del mar Caribe. Masha se apuraba la tercera
botella de vodka. Decía entre pedorreos etílicos la siguiente cantinela:
-
Camarada,
arrojad las bombas en manada/ Vamos Nikita: que no quede viva una rata maldita/
Camarada Khrushchev: arrojadlas en desbandada/ Vamos Nikita: que no quede viva
ni un almita/ jua- jua-jua… Camarada, arrojad las bombas en manada.… -¡Cielos! y
así seguía, por horas y horas y horas, mientras eructaba fuego azul y se
rascaba las nalgas llenas de gránulos, como mazorcas bermejas. Yo miraba a
Slava que sonreía como un niño. Lo deseaba. Estaba loca por él.
A veces, a regañadientes y no
sin melindres, nos acompañaba a Slava y a mí a dar paseos entre los raquíticos abedules
de octubre. Nunca había flores. A veces libélulas. O también olía al graznido
de los cuervos en el bosque negro de los arces. Bajo las primeras nieves. Maldecía
de todo. Eructaba y se rascaba el trasero, diciendo que le rascaba el Stalin o
el Anokhin o el Yekaterina… Dejaba escapara vientos gaseosos de sus vísceras.
Quizá por la sopa de col, que, en el boj, servían todas las noches a la cena.
En pesadillas, yo recordaba a
las enfermeras que, de niña, me inyectaban yodo radiactivo. Luego extraían esa
sangre podrida como vampiresas. Y revolaban entre los tubos de ensayo rojos de
aquel laboratorio del viejo y loco Doctor Pyotr Anokhin. Luego veía el rostro
de mi madre sollozar, porque yo le abrazaba y perdonaba haber traído al mundo
una monstruosidad, como mal parió, según decía. No obstante, Masha emergía de
unas sombras pestilentes y clavaba un cuchillo en el pecho de mamá… Yo gritaba;
sin embargo, la carcajada de la otra enceguecía la voz…
Masha se había prensado de la gorda
cocinera del Hogar de Veteranos. Una chechena llamada Lucía. A veces se veían
en el cobertizo. La sebosa encargada de la cocina introducía sus dedos de
salchicha. Con gran puntería justo en el centro de los muslos de la otra. Ella
me obligaba a verlas. Me amenazaba con una navajita que le había robado a un
viejo sin piernas de alguna guerra. A veces en las noches en mi litera, me
tocaba sin pudor. Siempre bajo la amenaza del filo punzante. Siempre olía a
vodka barato. Y últimamente era mucho más grosera con Slava.
Una vez, trató de morderlo
cuando nos sorprendió en amores y toqueteos. Esto porque ya no soportaba más a
Slava fuera de mis carnes. Conseguí alcohol etílico y le di un menjurje endiablado
a Masha. Me dejaría en paz para revolcarme con el cosaco. Mas la otra despertó
de la holganza desalmada que le propiné. Y como una disoluta, por poco nos
acaba a cuchillazos. Le mordió una oreja a él. Arrancó el lóbulo. La comió como
una rata. Estaba como una loba echando babazas pestilentes. Amenazó con
cortarse la garganta si no lo dejaba DE INMEDIAAATO, gritaba como un huracán de
aspavientos y odio.
…Ahora él se ha ido… Pues teme
me haga daño. Creo que le amaba…
III
Han pasado trece meses de
agonía. Cada vez me golpea más sin motivo. Dice que soy su lastre. Su sombra
podrida. Un hongo en el rastrojo plagado de zarzales de su vida. Me grita:
-
¿Y
cuándo te piensas independizar tú, querida camarada Dasha? -me dice mientras le
guiña un ojo a la cocinera del Hogar de Veteranos de Guerra. Yo cayo en
silencio y me trago el sapo de mi alma enferma y putrefacta. Echada a perder.
Como el corazón de un cangrejo herido y picoteado por miles de gaviotas… En el
frío mar báltico de mí mirada yerta como la estepa…
Lucía, el gorila de la cocina,
cada día trae más y más botellas de alcohol mientras gruñe algo así como “te
amo mi arañita”. Me dice ella, la otra, que lo destila en el sótano de su casa,
en los suburbios. Quizá está loca por cómo Masha introduce su lengua por todas
sus carnes fofas y malolientes a ajo rojo.
La última vez, devolví la sopa
verde con algo viscoso, rojo y de un fétido amarillo. Y la otra me abofeteó
como un huracán de celos y rencor. Estaba ebria hasta el tuétano. Lucía le
alienta las golpizas. Afila su cuchillito. Me ha cortado la cabellera con ella.
Nunca debí acceder a que cortara mi melena… Ni usar esta estúpida ropa de
campesino… Como la otra dice. Ordena. Demanda. Golpea. Grita. Roñe. Roe. Corroe
mi alma apestada.
Anoche, mientras se amancebaba
enjumada con Lucía en el corrosivo fregadero, robé su afilada navajita. Por eso
esta noche, cuando a lo lejos aúllan los lobos entre los cipreses, y el viento
de San Petersburgo, en este Hogar de viejos inválidos por las guerras, me
agobia el susurro de un destino que no decidí; sin embargo, sí he decidido
algo: me cortaré la garganta en la yugular.
Y con ello, la otra, mi
hermana gemela, mi maldita siamesa, Masha Krivoshlypoya, con quien comparto las
piernas y el corazón. Mas no la cabeza ni el alma. Ni la conciencia. Ni los
pensamientos. Ni los sentimientos. Por lo tanto, he decidió acabar con tu
execrable vida de mierda, querida hermanita gemela.
Por supuesto, como colofón, en
siete horas, tú, la otra, es decir, yo, también estarás muerta por mis toxinas.
Esas flores malditas que espero adornen nuestra tumba. Y sean el epígono de tu
maloliente alma. Que lleves mi singular susurro al oído eternamente. Como el
eco de una sombra sempiterna. Encadenada a tu cuello para siempre.
FIN
Por:
Víctor Hugo Osorio Céspedes
Santa Isabel de Hungría,
Tolima, Colombia.
Lunes 02 de septiembre de 2024